viernes, 28 de diciembre de 2012

Descolocada.

Ha muerto Manolo a los 74 años.
Manolo era  amigo.
 - Hombre, si está aquí la alegría de la huerta - solía decir cuando me divisaba en la rebotica, con una sonrisa que no le cabía en la cara y toda la sorna del mundo. Y a mí eso me gustaba. Me hacía sonreír siempre porque no le faltaba razón y con ninguna otra frase se hubiera podido expresar mejor mi estado de ánimo, a veces. Vamos, que ahí le daba.
Se ha ido tanta gente con la que por el trabajo he tratado a diario. Gente que pasó de ser cliente a ser amigo. Haberlos conocido es lo único que me ha gustado del trabajo, por desgracia el llegar a conocer a muchos de ellos ha sido debido a que su salud no era buena. Hoy me acuerdo de cada uno de ellos, pero sobre todo no se me va de la cabeza la figura de Manolo, su pelo cano, su piel curtida, su risa, el brillo en sus ojos cuando hablaba del campo, las conversaciones durante horas los domingos, ese día en que ésta es una ciudad fantasma. Él pasaba a verme después de comprar el periódico a primera hora de la mañana y me contaba por enésima vez las historias de la época en que vivió en Madrid, que yo ya me sabía de memoria. Hablábamos de casas de comida y de bocatas de calamares, entre otras cosas. También de guarrinos, caballos, tractores, charcas, árboles, pájaros y de la tierra  las mañanas en que él después se iba al campo.
Diez minutos antes de que pasaran a decírmelo, alguien había decidido por mí lo que viene siendo mi vida o lo que será, y aunque esperado descoloca. En realidad, el día ya estaba siendo una mierda tremenda antes de eso y de lo otro. Por el cansancio, pero sobre todo porque una piensa a diario que no está dónde debe ni quiere, que no es esa la forma en que pasar los días. Una se pregunta en qué punto de la vida se perdieron las ilusiones, en qué momento se dejo de soñar, cuándo una se acomodó, se volvió una conformista y olvidó todo lo que le gustaba, cuándo se sucumbe a la rutina y se deja de creer en todas las posibilidades que somos. Hace relativamente poco alguien me preguntaba, qué me gustaría hacer, qué te gusta (era más bien un permítete soñar, venga) en realidad no lo sabía, en realidad hay tantas cosas que he olvidado. No supe qué contestar, y enmudecieron al otro lado. Eso me dejó pensando.
Ahora pienso en todo lo que tengo que hacer. Al pensarlo me agobio, pero también pienso que quiero hacer otras cosas, recuperar esa parte de mí que también era yo y que el copyright de la frase que me hacía sonreír y pensar, pensar mucho, va a ser de él.
Se van los buenos.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Perder el tiempo, y más cosas.

(Confieso que tengo una relación rara con el alcohol, cuando no estoy bien.)

He conseguido levantarme de la cama, no hubiera salido de allí en todo el día. He dormido y no he dormido. Muchos minutos pensando que ojala me durmiera, y parara todo, que no fuera consciente de las cosas que me duelen. Ni de ti. Ni de la necesidad de que me quieran y no dejarme querer. Ni de la soledad. Esa soledad tumbada encima de mí, aplastándome. Estaba allí tumbada, debajo de la soledad, en la soledad absoluta. Los pensamientos, con los tapones de goma espuma puestos, estaban siendo demasiado ruidosos. Un ruido amplificado que no soporto. La goma espuma ni espuma ni amortigua nada.
He pasado veinticuatro horas fuera de casa, de bar en bar. Así ha sido. He echado de menos que alguien me dijera vamos a casa, yo te cuido o vete a casa s. porque esto te sobrará mañana.  Realmente no me dejo cuidar, no me dejo nada.
He llorado en horizontal, buscando la postura imposible que me llevara a la amnesia,  porque quiero ser muchas cosas que no soy. Alguien con dignidad por ejemplo o con una dignidad como la tuya. Alguien distinto, capaz de coger la vida, la mía, y hacer por fin algo con ella. Alguien que no huye.

Al padre de R, le han detectado un tumor. Me llega un mensaje de ella a una hora en que yo debería estar ya en casa, pero aún estoy bebiéndome la no vida. Luego me da vergüenza llamarla porque soy consciente de golpe del estado en qué me encuentro, pero no puedo evitar descolgar el teléfono cuando llego a casa, y es mi madre, que me envía a dormir preocupada.  Ahora me da vergüenza también hablar con ella. Igual que me pasa contigo.
He tenido la sensación de no tener garganta, de que está el cuello vacío por dentro. He tenido que carraspear, varias veces,  para comprobar que no ha venido nadie y ha cortado desde la base del cráneo hasta por encima de los hombros y ha dejado la nada, ahí en medio,  una cabeza arriba que no para, y La matanza de Texas sobre el colchón, todo tan desgarrador. Me he llevado las manos al cuello para confirmarlo. He pronunciado dos o tres  palabras absurdas, inconexas, para oír mi voz. La tengo pero no parece la mía, es como si hablara otra.
Tengo miedo. Mucho. Y esa sensación de desprotección, de desamparo.  Ansiedad también. Vacío.

Pienso que no pasa nada por pasar de nuevo Noche Buena y Navidad, aquí sola, de verdad que lo pienso, pero en el fondo (muy en el fondo). No pasará nada como el año pasado, pero mientras me entristece pensarme aquí sola. Pasará, lo sé. Tampoco me puedo quejar porque en mis manos ha estado que esto vuelva a ser así.
Pienso en mi padre, la conversación del sábado por la noche con R. me hizo acordarme mucho de él. Pienso en cómo se hubiera plantado aquí y me hubiera llevado. Me hubiera dicho que  lo primero es estar bien. Me hubiera dicho deja esa vida y vuelve. Me hubiera dicho mándalo todo  a la mierda y vente, yo te cuido. Se valiente, todo va a ir bien. Me hubiera dicho todo eso sin decir nada. Se hubiera plantado aquí con una empresa de mudanzas. Hubiera hecho las cosas sencillas, y resuelto, sobre todo resuelto, algo que yo no sé hacer. Más bien todo lo contrario, el talento innato de complicar incluso lo más sencillo. Pienso en la última vez que le abracé, y la última vez que he sido abrazada. Tengo ganas de llorar de nuevo.
Estoy harta.


viernes, 28 de septiembre de 2012

Everytime I go to sleep.

Al principio es como una puñalada o cómo una imagina que debe ser ese dolor sordo, profundo, desgarrador, de un filo metálico hendiéndose en la carne, de golpe, hasta la empuñadura. Parecido a un abandono o a la locura o a un darse cuenta o solo celos.
Después, no tardando mucho, apenas 24 horas, una se acostumbra  a ese filo que queda dentro, a que se hienda más o menos según te muevas, según se muevan. A sabiendas de que es solo tu inmovilidad la que desangra. Incluso a andar por él sin saber en realidad lo que te juegas, o si siquiera hay algo aún que jugarse. O relativiza o empieza a razonar o vuelve en sí o analiza. Y entonces concluye que existe: la supervivencia (que es ahora más que nunca lícita) las oportunidades, otras personas, otros corazones, otras vidas posibles, la felicidad en cada una de ellas. Que la vida sigue y aquí nadie es imprescindible. Y lo comprendes. Comprendes eso, y  que nunca, nunca, nos conocemos del todo y que siempre, siempre, callamos cosas. Las más importantes.

Llevo prácticamente desde que volví al Oeste sumergida en una rutina anodina de ma-me-mí conmigo. Del trabajo a casa. De casa al trabajo. Poco contacto con el exterior. El (in)necesario por el trabajo. Aunque voy a tener que agradecer, al final, tener este curro de mierda, que me obliga a relacionarme con el resto de la humanidad, porque yo, muchas veces, la mayoría de las veces, preferiría estar dentro de una quesera de cristal gigante, seleccionando con quién sí o quién no interactúo. Qué si me aburro y me desespero. Pues claro, pero estoy en bucle. Qué si no me soporto a veces (muchas veces, la mayor parte del tiempo) pues también. Qué si es una pérdida de tiempo. Pues sí, pero ya llevo tanto perdido. Qué si lo siento. Qué si  lloro porque sé que cada milésima de segundo que pasa me aleja. Qué si me duele. Qué si pienso. Qué si imagino otra vida que no es la mía. Qué si echo de menos.  Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Qué si esto me lleva a algún sitio, a cualquier sitio. Pues por supuesto que no. No me lleva a ningún sitio físico distinto, pero me voy reencontrando (o no) a pesar de la ansiedad disparada como la flecha de Robin Hood, pero sin encontrar manzana que la frene.

Hay días (muchos, más noches) en que me da miedo estar sola. No sola de sin gente a quien recurrir. No sola de que no me quieran. Me da miedo estar sola, de sola.  Una.  Sin nadie. Entre los muros, anchos, de esta mi casa. Me da miedo cuando siento ese desasosiego que creo no poder  controlar. Me dan miedo las locuras del pensamiento en ráfagas. Entonces, cierro las manos, aprieto los puños y deseo (como si me fuera la vida en ello) por primera vez en mi vida, unas uñas largas para clavarlas en las palmas de mis manos, con fuerza, de golpe, hasta la yema, como el filo de una navaja, que me desentuma,  y me haga sentir que estoy viva o algo distinto a lo que siento a diario o whatever.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Alice Herz-Sommer.

Hoy es mi cumpleaños. Nunca me ha gustado el día de mi cumpleaños, del mismo modo en que me gusta mucho el día del cumpleaños de otros, de todos, incluso de los que no conozco. Es un día en que parece ser que tenga que pasar algo excepcional, quiero decir algo excepcional que no sea una celebración de la vida, de la propia vida y un recordatorio de que hay otros tantos a quien quieres que también siguen en ella, de un modo u otro, en la tuya y en la suya, por supuesto, que ya es mucho. No creo que nada pueda superar eso.

Un 17 de septiembre de 1973 llegué a la bola del mundo, eso son 39 años.
Pues bien, me encuentro con esos 39 años y la necesidad de empezar de nuevo. No recuerdo con quien mantuve una conversación ultimamente, en que hablábamos de que a veces el tiempo parece detenerse y es como si nos hubiéramos quedado en los veintipocos. 
Está: 
- Esa cosa de percibirse como entonces, incluso físicamente o fundamentalmente físicamente. Si viniera San Dios y nos pusiera una imagen nuestra de entonces al lado, lo fliparíamos. Los que estén en los veintipocos no comprenderán esto. Daos tiempo y disfrutad de vuestro ahora. Luego lo añorareis.
Que los  años pasan es de las pocas certezas en esta vida. Esa y el amor incondicional de una madre.
- Y esa otra de pensar que la vida era ligera, tal vez es eso a lo que se aferra una.Yo fui una de aquellas privilegiadas que no tuvo que irse de casa, ni buscarse un empleo para poder costearse los estudios universitarios y su manutención. Me mantuvieron, me dieron un hogar, dinero para mis caprichos y mis juergas, y cariño por un tubo hasta que termine la carrera e incluso un Master del Universo.  Hubieran seguido haciendo lo mismo, si no me hubiera enamorado (a los veintipocos) liado la manta a la cabeza e ido a vivir son S. a Barcelona. (Hoy S. a la que hace al menos 6 años que no veo, también me felicitó. Nos veremos pronto, S. Palabra. En esa nueva vida en la que seguirá habiendo espacio para ti). Que he sido una privilegiada es algo de lo que he sido consciente después. Ha sido la vida de los otros, de los que me he ido encontrando por el camino y no tenían nada que ver con mi entorno de siempre, la que me ha hecho verlo. Agradezco a todos ellos el habérselo podido agradecer a mi padre antes de que faltara. A mi madre lo sigo haciendo.

Hay gestos, que me emocionan. Y de madrugada lloré por uno de ellos. Hay gestos que hacen grandes, aún más grandes a las personas. Gracias. Muchas gracias. Incluso gracias por hacerme pequeñita. Más pequeñita.

Veo esta parte de un documental sobre Alice Herz-Sommer que con 38 años (los míos de ayer) fue deportada a un campo de concentración nazi , a Theresienstand. Ella sí que me hace minúscula.
Y así, menguada, voy a empezar a pensar que "la vida es hermosa, cada día..."





"Solo cuando somos tan viejos, solamente entonces, nos hacemos conscientes de la belleza de la vida".
¡Quiero ser viejuna ahora!
¡Feliz día para todos!

sábado, 15 de septiembre de 2012

En sábados como este.

A las 16:30 vuelvo al trabajo. Odio estos sábados de mierda en que soy más consciente que nunca de la pérdida de tiempo. De la inmovilidad. De mi inmovilidad. Del abuso del que puede, y al que se lo permito, que me paga igual un sábado un domingo o cualquier festivo. Mi tiempo no tiene precio, entérate (lo pierdo porque es mío y  porque ahora no sé hacer otra cosa) pero al menos cumple con este convenio miserable, que los sindicatos, vendidos, vendiéndonos,  han despojado incluso de la antigüedad. No soporto mi gremio.  A esa panda de explotadores que han nacido con una estrella en el culo, y han heredado de sus padres el negocio del siglo, que a su vez lo heredaron de los suyos, y será heredado por  los bisnietos.  (¡Liberalización, ya!). Que se ponen sus batas blancas, resplandecientes, inmaculadas, que nunca ensucian. No soporto la pleitesía que os rinden. ¿Qué habéis hecho vosotros? A todos vosotros quisiera veros no pasando solamente a hacer caja. No solamente frotándoos las manos, y tratando de hacer que venda aquello que os da más beneficios, aunque su precio sea superior a cualquier equivalente y estéis engañando a quién pide vuestro consejo y os besa el culo. No soporto a todos aquellos que  anteponen a su nombre Don,.y te hacen dirigirte a ellos de esa manera. Cuando lo que te viene a la cabeza es soltar un Don Mierda, por ejemplo.
Ahora empezáis a llorar porque resulta que la crisis también os afecta. ¡Jodeos! Es posible que ahora tengáis que empezar a trabajar, y es posible que haya sábados en que a vosotros tampoco os apetezca sonreír, aunque no sea precisamente solo por todo esto.

viernes, 14 de septiembre de 2012

La vida.

Vuelvo ahora de tomar unas cañas. Cinco personas sentadas entorno a una mesa, de un bar situado en la plaza de la Catedral, cada una con su historia. Particularmente curioso escuchar y compartir con M. y C. que están en dos puntos bien distintos de una historia de amor. El principio y el final. Alegrarte con Miguel y no dejar de envidiar su sonrisa de oreja a oreja. Escucharle hablar de las cosquillas en el estómago que siente cuando habla con Giuseppe, que vive allí a orillas del Adriático, en  Bari, (que a mí también me hace pensar en conversaciones no tan lejanas en el tiempo) y ha tenido que buscar Badayork en los mapas. Como quien busca un tesoro. Cómo se le iluminan los ojos a M. cuando le nombra, y cómo cuenta que esto le ha cogido a traición cuando menos lo esperaba. "No me lo esperaba a mi edad. Llevaba sin sentir esto tantos años"  Se siente como en la adolescencia, y palabra que ha rejuvenecido.
Se hace complicado cambiar el semblante, dejar de hablar con quien tienes sentado a tu derecha M.,  mirar de frente y encontrarte con los ojos de C. que se llenan de lágrimas por lo que a partir de hoy mismo no será. Dar palabras de aliento. Abrirle los ojos. Acompañarla en su tristeza. Consolar en vano porque todo al final es cuestión de tiempo.(Por cierto, no soporto la expresión: "No te merece"). Encontrarte hablando con  C.  de su ya no historia, y darte cuenta de que todas y cada una de las palabras que salen de tu boca referidas al interfecto son aplicables a ti, pero no te las aplicas porque ese es un ejercicio que podría llevarte a lo más profundo, a esa parte de dónde no quieres llegar,  y tú hoy has salido a tratar de vencer la inanición, la soledad y la tendencia al aislamiento de estos últimos días.
Mientras Mo, dice que ya no cree nada. Que no se cree a nadie. Y alienta al del principio a pesar de su incredulidad, y a la del final precisamente por ella.
Y G. siempre G. tratando de poner el punto de humor, que de todo hay que reírse en la vida.
La vida. 
La cara y la cruz.

martes, 11 de septiembre de 2012

El título me da igual.


La necesidad de salir corriendo a toda pastilla, dejando una estela de mierda sideral a mi paso. Esto  último de un modo no voluntario, qué más quisiera yo que así no fuera. Habérmela traído toda conmigo. Tal y como la llevé.
Mía es. Tuya no.
Tanta tienes. Tanto vales.
Así, no. Así, no. Lo sabes.
Mientras, dentro todo bulle. Desgarro. Inquietud. Miedo. Agobio. Ansiedad. Contradictorio querer estar y no estar. Contradictoria el deseo de inmovilidad y a la vez el de salir corriendo.
Paralizante.
Así, no. Así, no. Y lo sabes.
Tetania cardiaca.
Ahora vas y lo haces. Y voy y lo hago. Hago eso, exactamente eso, en lugar de todas las cosas que podría haber hecho. No de un modo premeditado. No sabiendo lo que  sería después. No sabiendo cómo una puede llevar algo a un punto tan absurdo o patético para con una misma que no sea capaz de salir con la cabeza alta del esperpento generado. Ni siquiera con cabeza. No sabiendo cómo llegó hasta ahí. No sabiendo cómo en un punto de no retorno a todo.
Una vez sobrepasado el límite de lo absurdo ¿cuántas veces más se puede sobrepasar? ¿cuántas veces más una alimaña? Una vez sobrepasado cualquier límite. Una y cuántas más la empatía, y toda y cada una de las certezas que nos devolvían los ojos que nos miraron.  No todo da igual.
El tiempo vivido, no hace más que corroborar que de la propia conciencia es de lo único que no nos libramos.
Larga vida a la penitencia.

domingo, 5 de agosto de 2012

Liberando espacio.

Solo a fuerza de enfrentarnos a nuestras fobias conseguimos superarlas. Solo a fuerza de enfrentarnos a nuestros miedos. (1)

La casa de mi madre es como una caja fuerte en la que nadie puede entrar a robarnos lo que somos. Es el único sitio, del mundo mundial, en el que me siento a salvo de todo.
Mi madre, se crió en Usera, un barrio de Madrid. Es una de las personas.  No. Es la persona más clara que conozco hablando. Es tan clara, tan poco decora nada de lo que dice, que a veces duele. Hay que conocerla para que no te deje muerta en la bañera.  Mi madre  se casó con 24 años. Hasta cuatro años después no se quedó embarazada. En aquel entonces todo el mundo le decía que no valía para tener hijos (desde luego que hijos no, muy a pesar de mi padre, pero hijas hasta cuatro) ¿A nadie se le pasaba por la cabeza que era mi padre quien podía tener un problema? Ella era joven y callaba. No se podía poner  en entredicho la hombría de mi padre, aunque no había ningún problema en considerar (mayoritariamente eran mujeres, satisfecho dichosas al cumplir con su labor de hembras, pariendo, pariendo y pariendo, quienes lo hacían) que si casi la única función de la mujer era la de  tener hijos, si mi madre no era capaz de tenerlos no valía para nada. Bien, pues mi madre tiene una teoría con la que nos reímos mucho, que le sirvió para explicarse en su día el hecho de que yo,  su segunda hija, sea lesbiana.  Mi padre tuvo que seguir un tratamiento, tomaba unas pastillas, que mi madre no ha sabido explicarme nunca bien para qué eran, supongo que ni ella lo sabía, probablemente fueran para aumentar la movilidad de los espermatozoides aunque no estoy segura de esto. Mi padre comenzó y concluyó el tratamiento la primera vez. El resultado fue mi hermana mayor. Comenzó y no concluyó el tratamiento la segunda vez.  (Es debido a eso que pasó algo, según mi madre) El resultado fui yo. La tercera y cuarta vez no hizo falta tratamiento. La culpa fue  por tanto de mi padre (Pepe, se llamaba) y ella esperó a echársela cuando él ya no estaba.  Supongo que mi madre necesitó un tiempo para asumir. Tal vez en ese tiempo necesitó buscar responsables y explicaciones peregrinas.  Es de lo más humano. Tantas veces pasa asumir, para asumirnos las buscamos.
Mi hermana pequeña T, me contó la última vez que estuve en Madrid, que había escuchado una conversación telefónica de mi madre (casualmente y sin que ella lo supiera)  con una amiga de mi padre de la que se perdió un poco el rastro cuando mi padre murió. En la conversación (típica de madres)  hacía un resumen de la vida de sus vástagos. El resumen de la mía, no sé si decir que es desolador:
 -  S. -  contaba mi madre - está viviendo en el Oeste. Se fue detrás de un amor, pero los amores le duran poco. Porque antes también estuvo en el Noreste, detrás de otro amor, y...
 Y bueno, que esa es a groso modo toda mi vida.
 Me da pena en este momento si pienso en mi madre. Me da mucha pena: contarle, no contarle ( no sé qué más) que haya algo que no salga bien, que ella sufra, estar lejos. La gente que quiero, que realmente quiero,  está toda lejos. Eso es así. Así ha sido los últimos años,  pero una no se para a pensarlo porque si lo hiciera sería consciente de todas las vidas que se pierde a diario.
Volveré este mes a Madrid, como un previo a la vuelta definitiva.

Mi ordenador hace dos copias de seguridad diarias. Llenan todo el espacio libre del disco duro el mismo número de veces al día, eso son,dos. Cuando eso ocurre todo empieza a ir lento e inmediatamente aparece una pestaña en la parte inferior derecha de la pantalla: "Poco espacio en disco duro. Libere espacio." Y es fácil: C:/ ProgramData/ Backup/ BackupRepository /Editar /Seleccionar todo /  Borrar. A veces le doy tantas vueltas a todo, que no sé si no hago más que hacerme copias de seguridad sobre las que vuelvo una y otra vez, pero nunca me libero espacio. Me pido una pestañita de esas. Una ruta sencilla para desaturarme cuando siento que no tengo espacio y de tan lenta no avanzo.

(1) Me he acostumbrado a las cucarachas: al sonido que hacen sus asquerosas patas al contacto con el yeso del falso techo del cuarto de baño, al del golpe contra el suelo cuando caen, a sus cuerpos agónicos patas arriba, a encontrarlas muertas en grupos de hasta seis (no sé por qué, es un fenómeno que aún no me explico ¿alguna sugerencia?) en un barreño rojo que hay en el patio. Pienso que no es todo lo anterior lo malo o lo peor, si no la certeza de que una acaba acostumbrándose a todo.
Una vez alguien me dijo: "Eres un pozo de insatisfacción permanente". Estaba tan equivocada entonces como pudiera no estarlo en este momento. Una también se acostumbra a fuerza de echarle muchas ganas a todo lo que ilusionaba,  y a no conseguir salir nunca en la foto o si acaso sí, en segundo plano o como un ectoplasma, mismamente. Una se acostumbra decía, a falta feedback, a dejar de echarle nada a todo y a ser un poco pozo, sí.
Ese mismo alguien me dijo también, que la primera ocasión en que me veía disfrutar verdaderamente de algo, era la primera vez que me veía conducir. Creo que hubo alguien que estuvo mucho tiempo, que no llegó a conocerme (si fue así, eso no solo fue cosa suya) o sí, tal vez llegó a conocerme demasiado porque después de un tiempo le cogí miedo también a conducir y hasta el momento apenas lo hago.
Es posible que el miedo mayor de alguien sea a ser feliz. ¿Es posible? -  me lo pregunto. Es posible que alguien se niegue la felicidad. Y si es así, cómo se enfrenta una a diario a algo ausente  para superar el miedo. No va a venir la felicicad a hacer ruido con sus patas. No sabré cuál es el sonido que acompaña a la  felicidad saliendo del techo. La felicidad no se golpeará  contra el suelo mientras me cepillo los dientes.  La felicidad no moverá sus extremedidades patas arriba agonizante. La felicidad simplemente no nadará en ningún barreño rojo.
El miedo verdadero, el verdadero miedo, es a la incapacidad de hacer feliz a alguien.  Porque yo también he tenido pozos a mi lado. He dormido y he hecho el amor con ellos  y conozco cómo el brillo de una sonrisa da paso a la boca más negra.


jueves, 31 de mayo de 2012

Cuando el burro no sabe qué hacer...

Tengo que comprar un billete de autobús a una ciudad, la mia de origen, que me va a resultar tan distinta que no sé. 
Tengo antojo de chocolate. Lo único que tengo dulce en la nevera es un yogur de stracciatella. Que menos es nada, me digo. Habrá que conformarse con las lascas.

Acabo de volver del patio de quitar la ropa del tendedero. Hace calor ahí fuera 29 ºC, a esta hora, marca la aplicación del Ipod. Aquí dentro todavía me tapo con una manta, tumbada en este sillón rojo que es el único mueble que tengo. Todo mi patrimonio, ja. El resto es de la casera. Todo lo demás que no es de ella lo tengo en usufructo, de momento. La diferencia de temperatura debe ser de más de 10 ºC o eso o tengo el termostato roto (que también).  Que nadie me dé pladur ni siquiera en invierno. Firmo por muros de un ancho de  más de metro y medio.

Se coló una avispa esta mañana en la casa. 
Me sobresalto cuando andando por la calle veo alguna mancha negra, pequeña, oblonga (que confundo con una cucaracha o varias) sobre los adoquines o el asfalto. El test de Rorschach lo clavo. Entonces doy un salto o varios, ridículos, hacia atrás como cuando te estás metiendo en el mar y viene una ola y te da en la barriga,  al tiempo que me asusto y aparece esa sensación que no sé describir. No es miedo, no. Ni asco. Es algo más allá de la grima. Un no soportar. Lo mismo que no me soporto a mí, pero esa ola me la tengo que tragar entera. Recuerdo que una vez en el Mediterráneo, ese mar de todos los veranos de mi infancia. Ese en que en pleno agosto eres como un picatoste en un plato de sopa - a la altura de la costa valenciana o alicantina,  más al norte es otra cosa - yo que soy buena nadadora, me quedé atrapada en ese punto en que rompen las olas con fuerza. Sin fuerza yo. Asomar la cabeza para volver a ser engullida. Me rumiaban las olas. Igual de ridícula que con los saltos. Un día voy y me trago la ola. Cualquier ola.

Hay una plaga de hormigas voladoras en la cueva. Lloverá. En algún momento pasadas las nueve me mareé. Demasiado insecticida, como para convulsionar. En algún momento también pasadas las nueve bromeé (a mi modo con todo este cansancio encima o es que tenía un globo, dos globos e incluso tres, con tanto Cifenutrin, D-trans-tetrametina, Butóxido de Piperonilo, Permetrina o vete a saber qué exactamente) con todos esos desconocidos haciendo cola hasta la puerta. Caras extrañas. No es para menos. Porque pensé que de lo que tenía ganas para desalojar rápido era de tirarme al suelo y hacerme la muerta. Y lo dije en voz alta. No creo que muchos vuelvan. Mejor. 
Se me volvió a enfriar la comida, pero al menos hoy no se fue la luz y pude comer antes de las cinco. 
Si me pasara algo. Si estando aquí sola me pasara algo. Nadie se enteraría salvo al día siguiente porque no fuera a trabajar. Y es entonces cuando alguien se movilizaría. Lo pienso.
Mañana es el último día de estos diez días consecutivos de trabajo. Me pesan las piernas y lo mismo es una suerte porque es ese peso físico lo único que me mantiene anclada al suelo. 
Pienso en tu culo. En mis manos cogiendo tu culo.
Stracciatella. Stracciatella. Suerte de la stracciatella.

Que dice Esperanza Gracia, que hay que poner romero debajo de la almohada, para bien dormir. Pues lo mismo.
Y en "Si lo aciertas ganas"  o como sea que se llame, alguien dice que Gumersinda es una profesión. La mujer por profesión Gumersinda insiste, ahora la profesión es Italia. Gumersinda entra por tercera vez y le cortan la llamada. La cuarta vez que entra la buena mujer la profesión es Gumersindinero. La pista era que la profesión terminaba en -ero. Y sin dinero fijo que se queda. Qué le den el premio que ahí ha estado hábil. Gumersinda, tú puedes. Como esto es verídico, de verdad que me voy a la cama pensando que no estoy tan mal. No estoy tan mal. Ponédles un 9005 que el 905 se les queda corto y regalad ramitas de romero. Cuánto solo.
Permetrina para todos, por compasión.

jueves, 24 de mayo de 2012

B


Cuando mi padre estuvo ingresado, tumbado en aquella  cama de la que nunca volvió a levantarse, y le preguntábamos, si le dolía algo. Él respondía:
-          El alma  – y sonreía de medio lado.
Y como si no hubiera dicho nada, como si no se hubiera detenido el tiempo y nuestras caras no hubieran sido en la vida más máscara que entonces y nosotras siempre actrices porque él no sabía realmente  (aunque lo debió pensar, seguro) lo extendida que estaba la enfermedad (no puedo contar la cantidad de veces que he pensado si es más inhumando que humano ocultarle a alguien algo como que se está muriendo, no quiero pensarlo), pues como si no hubiera dicho  nada, hacía el gesto de llevarse a los labios lo que nosotras pensábamos debía tomar por un cigarro, que no existía más que en su mente (un efecto secundario de la medicación), encenderlo, dar una calada, aspirar y  expeler el humo mientras dirigía su mirada a la ventana. A ese cielo azul de finales de verano.   Después extendía el brazo por encima de las barras de seguridad de la cama, y daba un par de golpecitos en el aire con el dedo índice para deshacerse de la ceniza. Entonces,  cuando le preguntábamos qué hacía. Él respondía:
- Me estoy fumando un puro con Fidel Castro -  y se reía.
Me acuerdo mucho de mi padre.

No sé qué es que te duela el alma. No uso de eso.  He vendido la mía a toda y cada una de las cosas en que he dejado de creer. No sé cómo le dolía a él.  Cuando me acuerdo de mi padre solo me vienen a la cabeza buenos recuerdos, como si todo lo no tan bueno que hubo atrás se hubiera diluido con el tiempo. He olvidado la sensación de pánico al escuchar el sonido de la llave en la cerradura y la urgencia imperiosa de salir corriendo, por ejemplo.  Es entonces cuando pienso de qué material estamos hechos porque somos capaces de enterrar parte de lo que nos atormentó o que nos hizo sufrir, que forjó un carácter que de haber sido otras las vivencias sería totalmente distinto. Es entonces cuando pienso que hay muchas cosas que he olvidado no solo de él, de otra gente, y otras muchas que no olvido pese a que debería,  que me siguen atormentando. Muchos días. Todos los días.
No sé qué es que te duela el alma, aunque conozco  la sensación de haber sido  vaciada poco a poco, como con unas pinzas de esas con las que se hacen bolas de helado, como en una tortura china pero sin conciencia, y darme cuenta de golpe. Mientras se me estaba yendo todo en cada hueco esférico. Hueco a hueco.  Sueño a sueño. Ilusión sin ilusión. Pellizcos metálicos en la boca del estómago, en la conciencia que es lo único de lo que no nos libramos, debajo de las costillas, en las cuencas de los ojos (la bola de helado perfecta).  Helados amargos.  Helados de laranja, limón, cola, cerveza, agua. Laranja, limón, cola, cerveza, aguaaa.  Venga María, qué me los quitan de las manos. 

Mi amiga Y siempre dice: “Hay quien somos infieles por naturaleza”. Lo dice así en plural cuando se refiere a ella, para que quede todo repartido, y  porque yo también lo he sido en el pasado, física y emocionalmente. En alguna ocasión. Más de una. Lo sigo siendo a cada una de las pocas cosas en las que aún creo. Ella lo dice como si no pudiéramos hacer nada para no volver a serlo. Es cómodo supongo pensarlo así. Lo dice como quien dice: “Somos así que apechugue  el resto”.  Pienso que no somos nada por naturaleza. No hay ninguna forma de actuar que si queremos no podamos cambiar, pero eso es solo un pensamiento. Somos en lo que nos hemos convertido o nos hemos convertido en lo que somos. Los pensamientos no valen para nada si no concuerdan con los actos. Mi práctica es bien distinta, porque no tengo recursos ahora, que es como decir de nuevo:  “Soy así que apechugue el resto”. Que es como decir que yo también me fumo todos esos pensamientos que quedan reducidos a cenizas, y eso también es un efecto secundario de algo.
Se podría decir que yo por naturaleza no sé querer. No sé hacerlo en el modo en que tú lo haces, y eso como todas las cosas también se podría cambiar si no fuera porque el corazón es una heladera. Vacía ahora, que no sabe qué quiere. Siempre he sabido qué quería. No saberlo hace que me sienta más perdida que nunca. Y ahora toca no saber. Perderme. Pérdidas. Hoy es una cosa y mañana otra. Vacío. Lleno. Vacío. Lleno. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Barrio Sésamo. No sabemos qué toca hoy o que tocará mañana. Qué toca en este minuto o en el siguiente hasta que es. Qué le ponga nombre a esto quién sepa, porque yo no tengo ni puta idea.

Llegó el calor definitivamente, de esto no nos libra nadie ya. Comienzan a salir las cucarachas, de esto tampoco nos libra nadie que no seamos nosotros.  El Casco Antiguo de esta ciudad está sobre un sistema de alcantarillado nefasto, como hay muchas casas antiguas sin cimientos, no se puede hacer nada, que no cueste un pastón, sin que se derrumben todas esas casas, así que se limitan a  fumigar de tanto en tanto. Da igual que vivas en un bajo de un edificio rehabilitado que antiguamente fue un convento como en mi caso, que en una de esas casas medio derruidas por las que no se soluciona el problema, que en el cuarto piso  de un edificio de reciente construcción. Da igual. Las cucarachas antes o después acaban apareciendo y pese a mi fobia, yo me siento un poco ellas, como si buscase el sitio más oscuro al que pudiera llegar. He comprado un producto que se llama “Matón” lo he echado por toda la casa. Tiene un efecto residual que dura un año. Sé que las cosas no son tan fáciles como con ellas. Un puto spray. Un poco de mal olor unos días, pero  se ventila y no pasa nada. Todo solucionado. La fobia a las cucarachas se llama Blatofobia. Curiosamente comienza por b. Y con  b baja ventilar. Pues eso.
Falete - Amor de hecho

martes, 27 de marzo de 2012

En noches como esta.

Hay noches en que a una le cae la soledad a plomo sobre el pecho. (¡Bang Bang!). Noches largas e insomnes. Noches en que tu cuerpo es una botella de PET repleta de agua salada. Los ojos, bocas de botella que bajo la presión disparan los tapones que (a rosca) pensabas bien encajados. Un par de ojos abiertos en canal, redondos, derramando lágrimas. Noches en que no hay más penas porque es imposible.
Noches en que una piensa cuántas cosas callamos, y tal vez no deberíamos haber callado. Noches en que te planteas las distintas vidas que hubieras tenido si en determinados momentos no hubieras matado palabras en la garganta. Noches en que una es consciente de que no hay impunidad para esos crímenes diarios que cometemos. Noches en que una piensa que la vida es como un libro de: "elige tu propia aventura", y con solo cambiar una palabra u omitirla la (des)a-ventura es bien distinta. Noches en que una quisiera tener un antivirus que en determinados momentos avisara con un : "Operación peligrosa bloqueada". Noches de camas inmensas y habitaciones llenas de restos de naufragios que no caben en cajas. Noches en que una vuelve a dar vueltas a lo efímero que es todo, a la fragilidad de los sentimientos.

A lo lejos, sí, a lo lejos, se recorta una figura. Una voz cada vez más tenue que empieza a ser como si nunca hubiera sido. Es terrible y desolador ese modo en que se nos olvidan las voces.

Hay noches en que es la pena de las pérdidas la que vuelve. La pena de las pérdidas absolutas. La de cada una de las pérdidas que hubo. Hay noches en que una se pregunta si realmente valió nada la pena. Esa pena, que en noches largas e insomnes se pasea despacio, trae sombras de recuerdos de cada una de las batallas que perdimos en las que nos vamos dejando la vida a jirones. Esa pena, que en la sombra nos recuerda que no hay impunidad para quien asesina palabras ni para quien asesina con ellas.

jueves, 8 de marzo de 2012

Lo real.

He salido tarde del trabajo, quemada, muy quemada. No entiendo que el personal que dispone de doce horas y media diarias para venir, se acerque a última hora para ninguna urgencia, si no más bien alguna gilipollez. Supongo que la gente tampoco entenderá que a mí me entren esas prisas por irme, y se me tuerza un poco el gesto cuando les veo entrar por la puerta. Porque tampoco saben. Yo tampoco lo entiendo a veces. Total, qué son veinte minutos más perdidos en mi no vida.

Suelo pensar que ese tipo de gente que es capaz de atravesar la puerta cuando estoy cerrando: las luces apagadas, reja medio echada para que el personal no se despiste, nunca saben bien si la cueva está abierta venticuatro horas, pienso que así lo mismo lo captan. Bien, pues creo, que esa gente nunca ha trabajado cara al público. No tienen ni la más remota idea de como te puede llegar a torcer un buen día cualquiera de esos mal educados, prepotentes, que circulan por el mundo (que pueden ser ellos mismos). No hace falta que diga lo que pueden llegar a torcerte un mal día. Tampoco tienen ni idea de que la paciencia esa a la que hay que invocar con tanta, tantísima frecuencia cuando a diario hay que bregar con tanta gente tan distinta, ni al grito de: "Señor dame paciencia, pero dámela ¡ya!", vuelve. Con respecto a las prisas, con frecuencia observo a mi compañero, tiene 59 años y lleva 37 trabajando en la cueva. Sus prisas son parecidas a las mías e incluso mayores. Se pone de muy mal humor si hay algo que le entretiene y sale tan solo dos minutos tarde. Así que tengo perdida toda esperanza en que no me crispe quien sea que entre fuera de mi horario (quien dice crispe dice poner de mala leche, mal humor, mala hostia).


Es curioso que, por norma general son mujeres las que no tienen ningún reparo en entrar cuando estoy cerrando. Compran lo que sea y después se entretienen o tratan de hacerlo ( no invito mucho al entretenimiento a esas horas) mirando por ejemplo maquillajes, algún pintalabios o una puta crema que ni de lejos les va a quitar ni una sola de esas arrugas. No se ponen en ningún momento en tu sitio, en tu piel (yo tampoco en la suya, empatía cero bidireccional) en que pasan más de quince minutos de la hora de cierre, y ¡joder!, un pintalabios no es ninguna urgencia, y lo mismo llevas allí más de ocho horas e incluso nueve, lo mismo también llevas nueve días seguidos trabajando. Los hombres siempre preguntan: si pueden entrar, si les atiendes, incluso por la cueva más cercana de venticuatro horas. Piden disculpas, varias veces. Siempre vienen con urgencias reales. Vamos, del mismo hospital directamente, con el volante de alta. No vale pensar en que eso es porque: no se suelen maquillar, no se pintan los labios y se preocupan menos de las arrugas. Podrían hacerme perder el tiempo con cualquier otra cosa, porque aquí hay de todo, oiga. Es que van a lo que van y punto.

He llegado a casa de mal humor. He quitado la ropa del tenderero. He puesto la calefacción. He abierto un botellín de cerveza, Mahou, siempre. He dado un primer trago largo que me ha sabido a gloria. Me he dado una ducha. Preparando la cena me he tomado una copa de vino blanco y otra más durante la cena. No suelo beber vino, me amodorra sobre manera (es genético) pero supongo que hoy es lo que quería. Olvidarme un poco del día, que me entrara sueño, que no hay forma ni áun después de haberme resignado a abandonar mi adicción nocturna a la Coca-Cola.

He conseguido sentarme a cenar a las once y doce de la noche, después de haber permanecido más de 7 horas seguidas de pie. Me senté para comer a mediodía aunque me tuve que levantar creo que hoy fueron, solo ocho o nueve veces. Fue un buen día en ese sentido. Eso no son más que los gajes de tener que comer en el sitio en el que se trabaja, mientras se trabaja. He engullido la cena (igual que hice con la comida) porque tenía hambre y lo que quería era llegar a este preciso momento, en que por fin me puedo dedicar un poco a mí. No gran cosa, sentarme en el sofá, fumar con tranquilidad, y no hacer básicamente nada. Bueno, sí pensar, aunque eso a veces no es gran cosa.

He hablado contigo, y me he reído. Me doy cuenta ahora que son las únicas risas a lo largo del día. Me gusta reírme. Me gusta oír tu risa pese al cansancio de estas semanas en las que casi todo lo ocupa el trabajo. Hoy no me hizo reír nada más. Nadie más. Es posible que algún amago de sonrisa, incluso alguna real en respuesta a alguna de esas sonrisas que la gente te regala al tiempo que te da las gracias. Hay sonrisas preciosas. Hay muchas veces que en vez de responder con una sonrisa, diría: "Tienes una sonrisa preciosa. Gracias."

Pero la sonrisa que a mí me puede parecer preciosa a cualquier otro puede no parecerselo e incluso resultarle una mueca. Creo que siempre, en todo hay dos puntos de vista, al menos o como poco. Dos maneras bien distintas de vivir las mismas situaciones, de luego recordarlas. Dos vivencias distintas, siempre. No me deja de parecer curioso que dos visiónes sobre lo mismo disten tanto. Me hace pensar que aún conviviendo, estando en el mismo barco, mis viviencias serán siempre bien distintas a las de quien quiera que sea que comparta conmigo la vida en ese momento. Que una historia son siempre dos, y es harto complicado que sea una, bueno, sí, cuando el barco no hace aguas la historia es siempre una, o no, tal vez tampoco. Es posible que solo entonces pueda parecer la misma historia. Me trae un poco loca ese pensamiento. Porque, ¿no será posible que con el viento en popa y a toda vela (y cuando el viento no está en popa también) lo que yo viva sea parecido a lo que viva quien sea que esté?. Me hace pensar que cada uno vive lo que quiere, incluso a veces irrealidades. Me hace pensar y preguntarme: ¿qué es realmente lo real? ¿mí realidad? ¿la tuya? ¿ninguna de las dos?. Y en esas ando.

Mientras en la tele hablan de labioplastias. (Remito a las imágenes de google a quien pueda interesar.)

Y me vuelve a la cabeza una frase que leí en una crítica a "Cautiva", de Brillante Mendoza, que se presentó en la Berlinale este año, y protagoniza Isabelle Huppert (que me gusta esta mujer, mira tú). No recuerdo el nombre de quién la escribió, y tampoco encuentro el enlace, pero creo que estaba sembrado.

"Lo real es lo que recordamos después de haber olvidado las historias"

Es posible que tan solo se trate de eso. Olvidar.

jueves, 23 de febrero de 2012

Tras un día perdido.

No sé cuántas veces esta mañana después de haberme levantado, he pensado en tirarme al suelo y quedarme ahí, quieta. Porque necesitaba un punto de apoyo mayor que el que me proporcionaban mis pies, porque tenía miedo de caer y una no puede caer más bajo que al suelo (bueno, a veces sí) porque necesitaba sentir aún más frío o comprobar si es posible sentir más, porque me dolía el pecho y hasta respirar, y no había a quien abrazarse. El caso es que al final no lo hice porque me visualicé: mi cuerpo un bulto en azules, un contraste sobre la tarima marrón, o camuflado sobre el suelo del cuarto de baño y me parecí más absurda ( si es posible) que nunca.

Me he acordado de mi madre. He tenido ganas de llorar: antes de acordarme, después de acordarme.

He desayunado, poco, mal, obligándome con el estómago en un puño. Tengo que volver al Cola Cao, el Nesquik fue una concesión que ahora no tiene sentido.

He conseguido meterme en la ducha. En en el pensamiento se convirtió en el único salvavidas de ese momento que estaba viviendo, pero luego no lo fue, quedé limpia, con la yema de los dedos arrugadas y los empeines rojos por el agua excesivamente caliente, pero el malestar continuaba.

Se hizo eterno el tiempo hasta ir al trabajo. Se hizo aún más eterno el tiempo en el trabajo.

Es curioso como el malestar físico es como una goma de borrar de nata que borra todo. De repente la única prioridad, el único pensamiento, encontrarse bien. Miento si digo que el único pensamiento, también pensé en ti.

Me acordé de nuevo de esto:
"Una de las cosas que había aprendido en la vida y en la que esperaba poder apoyarse, era que un dolor más grande disipa otro menor. Una tensión muscular desaparece ante un dolor de muelas y un dolor de muelas ante un dedo aplastado. Confió - era su única esperanza ahora - en que el dolor del cáncer, el dolor de agonizar, disiparía los dolores del amor. No parecía probable.
Cuando el corazón se rompe, pensó, se parte como la madera, a lo largo de toda la longitud del tablón. En sus primeros días en el aserradero había visto a Gustaf Olsson coger una pieza de madera sólida, introducir una cuña e imprimirle un pequeño giro. La madera se partía de un extremo a otro, a lo largo de la veta. Era lo único que se necesitaba saber del corazón: dónde estaba la veta. Entonces, con un giro, con un gesto, con una palabra, podías destruirlo."

La historia de Mats Israelson. La mesa limón, Julian Barnes.

Esta vez no es que no fuera probable, es que fue. Un dolor real en el pecho, disipó todos aquellos otros que aparecen de vez en cuando también más o menos ubicados en el pecho, debajo de la piel, de las costillas, debajo del esternón. Tan frágil todo.

He pasado el día como he podido, diciéndome que si se está para unas cosas se tiene que estar también para otras, no me he convencido mucho, pero el día pasó. Es lo único seguro que tenemos en la vida, que los minutos, las horas, los días pasan y nosotros con ellos mientras estamos. Así que ese tiempo que dedico a la cuenta ajena para aumentar la propia también pasó.

He ido al parking a arrancar el coche, para que no se quede sin batería, hace un tiempo que no lo muevo, un día me empezó a dar miedo o llámalo inseguridad. He puesto la calefacción 29,5 ºC y aún con frío. Me he quedado allí casi a oscuras con solo las luces anaranjadas del salpicadero. He escuchado tres canciones de un CD en el que se detuvo el tiempo hace ya meses.

He venido a casa. He sacado la basura. He recodigo la ropa tendida en el patio que estaba más humeda que esta mañana cuando la tendí, no me termino de hacer a este clima que produce el río, y aunque tengo casi una tesis doctoral hecha con respecto a qué días se puede y qué días no, tender fuera, a veces fallo, como hoy. He cenado. Me he puesto una capa más, creo que llevo cinco. Me he tumbado en el sillón tapándome con una manta y te he llamado.

Después me he quedado pensando que no quiero saber dónde está la veta de ningún corazón (aunque sé dónde está la del mío) que no quiero con un gesto, con una palabra, con un giro, destruir ningún otro.

miércoles, 25 de enero de 2012

Huecos.

Si cada vez que mis manos, mis brazos, mi piel echan de menos. Si en la palma de mis manos no hubiera huecos. Si mi cuerpo se ciñera de nuevo a tu cuerpo. Si mis brazos no se extendieran, en el imaginario, intentando aferrarse al recuerdo. Si no se contrajeran, si luego no se contrajeran. Si a base de manotazos todo este espacio, todo este tiempo. Si la piel no me doliera. Si no me doliera la ajena. Si este cuerpo desmadejado. Si estos añicos por dentro. Si este frío. Si todo este frío se fuera por cualquiera de esos huecos.

jueves, 19 de enero de 2012

Bolachas.

He comprado una caja de galletas Cuétara. Mi abuela materna era de Aguilar de Campoo, allí estaba situada antes la fábrica, después las empezaron a fabricar no sé bien donde, podría buscarlo en google, pero me da pereza. Ahora parece ser (lo leo en la caja) que es en Barcelona donde las producen. Trato de reencontrarme con algo de lo que fui en algún momento. Teodora, así se llamaba mi abuela, traía siempre que volvía de allí, después de haber pasado unas vacaciones, que no necesariamente tenían que ser en verano, cajas y cajas de galletas: las clásicas María, surtidas, y unas cajas azules de bizcochos que eran mis preferidos, por llevar la contraria a mis hermanas. Era frecuente que no me gustara lo que les gustaba a ellas porque era muy de niñas o de blandas o ñoñas, así pensaba entonces. Así me privé, durante toda la infancia, de comer ganchitos optando por las patatas fritas, o Fanta de Naranja y en su lugar bebía Coca-Cola. (1)


(Recuerdo Aguilar de Campoo, de un par de viajes al principio de la década de los 80. Lo recuerdo como un circo. Estaba mi tía abuela África a quien mi hermana pequeña mientras la tenía entre los brazos le arrancó la peluca dejándonos ojipláticas, la primera mujer calva que veíamos, aún más asombradas y mudas - cualquiera abría la boca - nos dejó su habilidad cazando moscas al vuelo que después decapitaba con las uñas. Estaba también su marido Alberto, al que llamaban el 21, porque tenía seis dedos en una de las manos. Estaban Paula y Blanca, primas hermanas de mi madre, una con una nariz que haría, a día de hoy aún, sombra a la de Cyrano de Bergerac, y la otra con una protuberante deformidad en la espalda. Esperábamos con ansía ver sobrevolar la estancia a la mujer bala en cualquier momento, pero no pasó ¡cachis! Recuerdo también que mi madre no consintió en ningún momento que comiéramos ni bebiéramos nada que nos ofreciera la mujer calva con nombre de continente.¡Gracias, mamá!)

(1) Me he dado cuenta de que nada es recuperable, de aquel entonces solo guardo los recuerdos (los que por lo que sea he seleccionado) muchos de ellos ni siquiera son claros, no logro ni distinguir con nitidez la cara de mi abuela, es una imagen vaga, imprecisa. Recuerdo: las gafas, el pelo, la boca, las manos, no sabría describir la nariz aunque sé que era grande como la de mi madre. No recuerdo su voz, aunque sí su sonrisa probablemente porque cuando murió supe que había llevado dentadura postiza desde muy joven (antes de cumplir los cuarenta) yo nunca lo hubiera dicho, aunque con razón siempre me pareció que tenía una dentadura perfecta.

Las galletas no son las de antes, igual que yo no soy la misma persona de aquel entonces ni de un entonces más cercano.

Hoy he pensado en ese último momento en solitario el domingo por la tarde antes de que sonara el telefonillo por primera vez. Mucho antes de que ese silencio comenzara a llenarse primero de voces de gente afectuosa y amable de ojos que sonríen, después de música, que no me quedé a escuchar, ni siquiera a ti a la guitarra eléctrica, y quién sabe si algún día. Tú tumbada con la cabeza sobre mi regazo, pensando no sé bien qué, tal vez tratando de disipar alguna sombra, yo asentada sobre mis sombras pensando también. Pensé lo que pienso con frecuencia ultimamente, que me vence el hastío, el cansancio, la pena, de toda y cada una de las cosas que aún no se han desdibujado, de todos esos recuerdos que no he seleccionado todavía. Me tiran. Me levanto como en una ensoñación, pero eso tan solo dura el tiempo en que se da un chasquido. De tanto caer y levantarme, no es solo el equilibrio físico lo perdido. No me reconozco en la persona que soy ahora, debería empezar a hacerlo, a dejar de hacer como si no pasara nada, porque sí pasa y porque por ahora "así tenemos que entrar y salir" aunque eso me entristezca profundamente, pero menos que lo que me apena pensar que en el mientras tanto se pierda otra frescura que no es mía, otras ganas, otras ilusiones, y que la poca fuerza que yo pueda tener sea tan solo de arrastre. Hay sitios a los que jamás, jamás quise/quiero llevarte.



Se puede leer:
Cuétara.
SURTIDO.
El auténtico.

Y en la esquina superior izquierda:
¡RENOVADO!
¡NUEVAS GALLETAS!

¡Y eso es una estrategia de venta! ¡Marketing! ¡Yuju! No está todo perdido.

Tal vez todo sea tan sencillo, tan complicado, como eso. Dejar de echarse de menos. Renovarse. Hacerse nueva y seguir siendo "La auténtica". Porque nunca volveré a ser la persona que soy en el instante en que escribo esto.
Quiero ser una galleta.