jueves, 31 de mayo de 2012

Cuando el burro no sabe qué hacer...

Tengo que comprar un billete de autobús a una ciudad, la mia de origen, que me va a resultar tan distinta que no sé. 
Tengo antojo de chocolate. Lo único que tengo dulce en la nevera es un yogur de stracciatella. Que menos es nada, me digo. Habrá que conformarse con las lascas.

Acabo de volver del patio de quitar la ropa del tendedero. Hace calor ahí fuera 29 ºC, a esta hora, marca la aplicación del Ipod. Aquí dentro todavía me tapo con una manta, tumbada en este sillón rojo que es el único mueble que tengo. Todo mi patrimonio, ja. El resto es de la casera. Todo lo demás que no es de ella lo tengo en usufructo, de momento. La diferencia de temperatura debe ser de más de 10 ºC o eso o tengo el termostato roto (que también).  Que nadie me dé pladur ni siquiera en invierno. Firmo por muros de un ancho de  más de metro y medio.

Se coló una avispa esta mañana en la casa. 
Me sobresalto cuando andando por la calle veo alguna mancha negra, pequeña, oblonga (que confundo con una cucaracha o varias) sobre los adoquines o el asfalto. El test de Rorschach lo clavo. Entonces doy un salto o varios, ridículos, hacia atrás como cuando te estás metiendo en el mar y viene una ola y te da en la barriga,  al tiempo que me asusto y aparece esa sensación que no sé describir. No es miedo, no. Ni asco. Es algo más allá de la grima. Un no soportar. Lo mismo que no me soporto a mí, pero esa ola me la tengo que tragar entera. Recuerdo que una vez en el Mediterráneo, ese mar de todos los veranos de mi infancia. Ese en que en pleno agosto eres como un picatoste en un plato de sopa - a la altura de la costa valenciana o alicantina,  más al norte es otra cosa - yo que soy buena nadadora, me quedé atrapada en ese punto en que rompen las olas con fuerza. Sin fuerza yo. Asomar la cabeza para volver a ser engullida. Me rumiaban las olas. Igual de ridícula que con los saltos. Un día voy y me trago la ola. Cualquier ola.

Hay una plaga de hormigas voladoras en la cueva. Lloverá. En algún momento pasadas las nueve me mareé. Demasiado insecticida, como para convulsionar. En algún momento también pasadas las nueve bromeé (a mi modo con todo este cansancio encima o es que tenía un globo, dos globos e incluso tres, con tanto Cifenutrin, D-trans-tetrametina, Butóxido de Piperonilo, Permetrina o vete a saber qué exactamente) con todos esos desconocidos haciendo cola hasta la puerta. Caras extrañas. No es para menos. Porque pensé que de lo que tenía ganas para desalojar rápido era de tirarme al suelo y hacerme la muerta. Y lo dije en voz alta. No creo que muchos vuelvan. Mejor. 
Se me volvió a enfriar la comida, pero al menos hoy no se fue la luz y pude comer antes de las cinco. 
Si me pasara algo. Si estando aquí sola me pasara algo. Nadie se enteraría salvo al día siguiente porque no fuera a trabajar. Y es entonces cuando alguien se movilizaría. Lo pienso.
Mañana es el último día de estos diez días consecutivos de trabajo. Me pesan las piernas y lo mismo es una suerte porque es ese peso físico lo único que me mantiene anclada al suelo. 
Pienso en tu culo. En mis manos cogiendo tu culo.
Stracciatella. Stracciatella. Suerte de la stracciatella.

Que dice Esperanza Gracia, que hay que poner romero debajo de la almohada, para bien dormir. Pues lo mismo.
Y en "Si lo aciertas ganas"  o como sea que se llame, alguien dice que Gumersinda es una profesión. La mujer por profesión Gumersinda insiste, ahora la profesión es Italia. Gumersinda entra por tercera vez y le cortan la llamada. La cuarta vez que entra la buena mujer la profesión es Gumersindinero. La pista era que la profesión terminaba en -ero. Y sin dinero fijo que se queda. Qué le den el premio que ahí ha estado hábil. Gumersinda, tú puedes. Como esto es verídico, de verdad que me voy a la cama pensando que no estoy tan mal. No estoy tan mal. Ponédles un 9005 que el 905 se les queda corto y regalad ramitas de romero. Cuánto solo.
Permetrina para todos, por compasión.

jueves, 24 de mayo de 2012

B


Cuando mi padre estuvo ingresado, tumbado en aquella  cama de la que nunca volvió a levantarse, y le preguntábamos, si le dolía algo. Él respondía:
-          El alma  – y sonreía de medio lado.
Y como si no hubiera dicho nada, como si no se hubiera detenido el tiempo y nuestras caras no hubieran sido en la vida más máscara que entonces y nosotras siempre actrices porque él no sabía realmente  (aunque lo debió pensar, seguro) lo extendida que estaba la enfermedad (no puedo contar la cantidad de veces que he pensado si es más inhumando que humano ocultarle a alguien algo como que se está muriendo, no quiero pensarlo), pues como si no hubiera dicho  nada, hacía el gesto de llevarse a los labios lo que nosotras pensábamos debía tomar por un cigarro, que no existía más que en su mente (un efecto secundario de la medicación), encenderlo, dar una calada, aspirar y  expeler el humo mientras dirigía su mirada a la ventana. A ese cielo azul de finales de verano.   Después extendía el brazo por encima de las barras de seguridad de la cama, y daba un par de golpecitos en el aire con el dedo índice para deshacerse de la ceniza. Entonces,  cuando le preguntábamos qué hacía. Él respondía:
- Me estoy fumando un puro con Fidel Castro -  y se reía.
Me acuerdo mucho de mi padre.

No sé qué es que te duela el alma. No uso de eso.  He vendido la mía a toda y cada una de las cosas en que he dejado de creer. No sé cómo le dolía a él.  Cuando me acuerdo de mi padre solo me vienen a la cabeza buenos recuerdos, como si todo lo no tan bueno que hubo atrás se hubiera diluido con el tiempo. He olvidado la sensación de pánico al escuchar el sonido de la llave en la cerradura y la urgencia imperiosa de salir corriendo, por ejemplo.  Es entonces cuando pienso de qué material estamos hechos porque somos capaces de enterrar parte de lo que nos atormentó o que nos hizo sufrir, que forjó un carácter que de haber sido otras las vivencias sería totalmente distinto. Es entonces cuando pienso que hay muchas cosas que he olvidado no solo de él, de otra gente, y otras muchas que no olvido pese a que debería,  que me siguen atormentando. Muchos días. Todos los días.
No sé qué es que te duela el alma, aunque conozco  la sensación de haber sido  vaciada poco a poco, como con unas pinzas de esas con las que se hacen bolas de helado, como en una tortura china pero sin conciencia, y darme cuenta de golpe. Mientras se me estaba yendo todo en cada hueco esférico. Hueco a hueco.  Sueño a sueño. Ilusión sin ilusión. Pellizcos metálicos en la boca del estómago, en la conciencia que es lo único de lo que no nos libramos, debajo de las costillas, en las cuencas de los ojos (la bola de helado perfecta).  Helados amargos.  Helados de laranja, limón, cola, cerveza, agua. Laranja, limón, cola, cerveza, aguaaa.  Venga María, qué me los quitan de las manos. 

Mi amiga Y siempre dice: “Hay quien somos infieles por naturaleza”. Lo dice así en plural cuando se refiere a ella, para que quede todo repartido, y  porque yo también lo he sido en el pasado, física y emocionalmente. En alguna ocasión. Más de una. Lo sigo siendo a cada una de las pocas cosas en las que aún creo. Ella lo dice como si no pudiéramos hacer nada para no volver a serlo. Es cómodo supongo pensarlo así. Lo dice como quien dice: “Somos así que apechugue  el resto”.  Pienso que no somos nada por naturaleza. No hay ninguna forma de actuar que si queremos no podamos cambiar, pero eso es solo un pensamiento. Somos en lo que nos hemos convertido o nos hemos convertido en lo que somos. Los pensamientos no valen para nada si no concuerdan con los actos. Mi práctica es bien distinta, porque no tengo recursos ahora, que es como decir de nuevo:  “Soy así que apechugue el resto”. Que es como decir que yo también me fumo todos esos pensamientos que quedan reducidos a cenizas, y eso también es un efecto secundario de algo.
Se podría decir que yo por naturaleza no sé querer. No sé hacerlo en el modo en que tú lo haces, y eso como todas las cosas también se podría cambiar si no fuera porque el corazón es una heladera. Vacía ahora, que no sabe qué quiere. Siempre he sabido qué quería. No saberlo hace que me sienta más perdida que nunca. Y ahora toca no saber. Perderme. Pérdidas. Hoy es una cosa y mañana otra. Vacío. Lleno. Vacío. Lleno. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Barrio Sésamo. No sabemos qué toca hoy o que tocará mañana. Qué toca en este minuto o en el siguiente hasta que es. Qué le ponga nombre a esto quién sepa, porque yo no tengo ni puta idea.

Llegó el calor definitivamente, de esto no nos libra nadie ya. Comienzan a salir las cucarachas, de esto tampoco nos libra nadie que no seamos nosotros.  El Casco Antiguo de esta ciudad está sobre un sistema de alcantarillado nefasto, como hay muchas casas antiguas sin cimientos, no se puede hacer nada, que no cueste un pastón, sin que se derrumben todas esas casas, así que se limitan a  fumigar de tanto en tanto. Da igual que vivas en un bajo de un edificio rehabilitado que antiguamente fue un convento como en mi caso, que en una de esas casas medio derruidas por las que no se soluciona el problema, que en el cuarto piso  de un edificio de reciente construcción. Da igual. Las cucarachas antes o después acaban apareciendo y pese a mi fobia, yo me siento un poco ellas, como si buscase el sitio más oscuro al que pudiera llegar. He comprado un producto que se llama “Matón” lo he echado por toda la casa. Tiene un efecto residual que dura un año. Sé que las cosas no son tan fáciles como con ellas. Un puto spray. Un poco de mal olor unos días, pero  se ventila y no pasa nada. Todo solucionado. La fobia a las cucarachas se llama Blatofobia. Curiosamente comienza por b. Y con  b baja ventilar. Pues eso.
Falete - Amor de hecho