Después, no tardando mucho, apenas 24 horas, una se
acostumbra a ese filo que queda dentro, a que se hienda más o menos según te muevas, según se muevan. A sabiendas de que es solo tu inmovilidad la que desangra. Incluso a andar por él sin saber en realidad lo que te juegas, o si siquiera hay algo aún que jugarse. O relativiza o empieza a razonar o vuelve en sí o analiza. Y
entonces concluye que existe: la supervivencia (que es ahora
más que nunca lícita) las oportunidades, otras personas, otros corazones, otras vidas posibles, la felicidad en cada una de ellas. Que la vida sigue y aquí nadie es imprescindible. Y lo comprendes. Comprendes eso, y que nunca, nunca, nos conocemos del todo y que siempre, siempre, callamos cosas. Las más importantes.
Llevo prácticamente desde que volví al Oeste sumergida en
una rutina anodina de ma-me-mí conmigo. Del trabajo a casa. De casa al trabajo.
Poco contacto con el exterior. El (in)necesario por el trabajo. Aunque voy a tener
que agradecer, al final, tener este curro de mierda, que me obliga a relacionarme
con el resto de la humanidad, porque yo, muchas veces, la mayoría de las veces,
preferiría estar dentro de una quesera de cristal gigante, seleccionando con
quién sí o quién no interactúo. Qué si me aburro y me desespero. Pues claro, pero estoy en bucle. Qué si no me
soporto a veces (muchas veces, la mayor parte del tiempo) pues también. Qué si es una pérdida de tiempo. Pues sí, pero ya llevo tanto perdido. Qué si lo siento. Qué si lloro porque sé que cada milésima de segundo que pasa me aleja. Qué si me duele. Qué si pienso. Qué si imagino otra vida que no es la mía. Qué si echo de menos. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Qué si
esto me lleva a algún sitio, a cualquier sitio. Pues por supuesto que no. No me
lleva a ningún sitio físico distinto, pero me voy reencontrando (o no) a pesar de la
ansiedad disparada como la flecha de Robin Hood, pero sin encontrar manzana que
la frene.
Hay días (muchos, más noches) en que me da miedo estar sola. No sola de
sin gente a quien recurrir. No sola de que no me quieran. Me da miedo estar
sola, de sola. Una. Sin nadie. Entre los
muros, anchos, de esta mi casa. Me da miedo cuando siento ese desasosiego que
creo no poder controlar. Me dan miedo
las locuras del pensamiento en ráfagas. Entonces, cierro las manos, aprieto los
puños y deseo (como si me fuera la vida en ello) por primera vez en mi vida, unas uñas largas para clavarlas en las
palmas de mis manos, con fuerza, de golpe, hasta la yema, como el filo de una
navaja, que me desentuma, y me haga sentir
que estoy viva o algo distinto a lo que siento a diario o whatever.