lunes, 8 de septiembre de 2014

Sorpresas

No recordaba cuando fue la última vez que alguien me dio una sorpresa que me hiciera llorar de alegría. Y ayer fue. Alcé la cabeza, miré por encima ( o a través o ni sé) de la persona a quien estaba terminando de cobrar, para dar los buenos días,  porque había entrado alguien y me quedé con el buenos días en la boca.  Allí estaba G. Mi G. Hecho todo un dandi, como siempre, con una de sus preciosas gorras, su barba perfectamente recortada, su sonrisa blanca, generosa, su mirada noble y clara. Salí corriendo de detrás del mostrador. Me abracé a él, sin creerme que estuviera allí. Un abrazo largo, sentido. Se removió todo por dentro, como si fuera el gran amor de mi vida, que también lo es. Se me saltaron las lágrimas de alegría. No pude dejar de abrazarle en un rato largo. Le quiero tanto...tantísimo...Más de un año sin vernos es demasiado tiempo. Eso sí, no le perdono que no haya avisado para haber podido cambiar el turno con alguien y pasar más tiempo con él, aunque la sorpresa ha sido mayúscula, maravillosa. Tanta alegría me dio como rabia no haber podido irme de su mano en ese momento. Tantas cosas de que hablar con G., que como Y., está reñido con las nuevas formas de comunicación: son escuetos en los whatsapp y enemigos declarados de las redes sociales. Ellos dos que son dos grandes conversadores. Cuánta ilusión de golpe. Cuántos sentimientos. Mi amigo. Mi compañero de fatigas y alegrías. Lo mejor que  conservo del oeste. Lo mejor en muchos años.
Toda la tarde hoy con él, y con toda esa gente maravillosa que le rodea. 
Si hoy me preguntaran qué es la felicidad, diría que es estar con G.

Lo que nos comemos el tarro pensando qué será mañana, cuando lo importante es hoy.
Somos presente. 





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