Se acortan los días, igual que se va acortando casi hasta agotarse este tiempo en el que vivo, este presente de franqueza, de realidad, de cosas ciertas, de sentir que todo es posible.
Ir a pecho descubierto como quien no espera nada, como quien hace tiempo borró la palabra expectativa, como si una fuera valiente, como si una fuera. ¡Bang bang!. Impactada. Sin retroceder, sin pensarlo pongo el otro lado del pecho: ahora, dame aquí, digo, al tiempo que señalo con la mano, y sigo avanzando.
La vida que a veces es un melodrama, y otras veces comedia ligera, abre sus brazos, te los muestra: nada por aquí, nada por allí - parece decir - y en uno de esos trucos de magia que generan ilusión se saca de la manga un oasis, en medio del desierto (que ha sido el decorado ajado de un pasado reciente, presente aún) y lo deja caer despacio muy cerca de tus pies. Se te ofrece generoso un refugio sin parapetos, sin arena en los ojos de noche, una realidad en que salvarse, en que volver a creer, en quien volver a creer.
Recuerdas, y sabes que no vas a olvidar que has viajado en el espacio sin moverte del sitio. Un sitio ubicado en una casa en concreto, en una planta de un edificio de un determinado portal, que da a una calle cuesta arriba o cuesta abajo (según el sentido en que se tome), que se continúa con otra calle, hasta ir a parar a una larga y conocida avenida de esta ciudad. Tienes que recordar todo eso, porque hubo un momento en que ese cuadrado delimitado con sus paredes, su techo y suelos blancos, bien, pues ese cuadrado que a su vez contiene un cuadrilátero en el que nunca tirar la toalla, podía haber estado en cualquier casa, planta, edificio, portal, calle, cerca de cualquier gran avenida de otra ciudad, incluso a orillas del mar.
Vámonos al mar - fue dicho unos minutos antes. Y lo conseguimos sin movernos. Dicho y hecho como quien dice.